martes, 27 de marzo de 2007

Sobre algunas mentiras del periodismo

Los caminos hacia el periodismo de fondo bien pueden no pasar por una larga carrera universitaria. Ésta, al menos, es la idea con la que se ha adentrado en ellos una practicante estrella. Claro, hay más mentiras en el periodismo de América Latina. El presente texto fue leído durante el F-10 y se incluye por pedido de los asistentes al evento.

Sobre algunas mentiras del periodismo

Los caminos hacia el periodismo de fondo bien pueden no pasar por una larga carrera universitaria. Ésta, al menos, es la idea con la que se ha adentrado en ellos una practicante estrella. Claro, hay más mentiras en el periodismo de América Latina.
Fecha de publicación: 2007-02-08
Autor/Fuente: Leila Guerreiro para El Malpensante. Edición No. 75.
Voy a empezar diciendo la única verdad que van a escuchar de mi boca esta mañana: yo soy periodista, pero no sé nada de periodismo. Y cuando digo nada, es nada: no tengo idea de la semiótica de géneros contemporáneos, de los problemas metodológicos para el análisis de la comunicación o de la etnografía de las audiencias. Además, me encanta poder decirlo acá, me aburre hasta las muelas Hunter S. Thompson. Y tengo pecados peores: consumo más literatura que periodismo, más cine de ficción que documentales, y más historietas que libros de investigación. Pero, por alguna confusión inexplicable, los amigos de El Malpensante me han pedido que reflexione, en el festejo de su décimo aniversario, acerca de algunas mentiras, paradojas y ambigüedades del periodismo escrito. No sólo eso: me han pedido, además, que no me limite a emitir quejidos sobre el estado de las cosas, sino que intente encontrar algún por qué. Y aquí empiezan todos mis problemas, porque si hay algo que el ejercicio de la profesión me ha enseñado es que un periodista debe cuidarse muy bien de buscar una respuesta única y tranquilizadora a la pregunta del por qué. No soy comunicóloga, ensayista, socióloga, filósofa, pensadora, historiadora, opinadora, ni teoricista ambulante y, sobre todo, llegué hasta acá sin haber estudiado periodismo. De hecho, no pisé jamás un instituto, escuela, taller, curso, seminario o postgrado que tenga que ver con el tema.Aclarado el punto, decidí aceptar la invitación porque los autodidactas tendemos a pensar que los demás siempre tienen razón (porque estudiaron) y, más allá de que todos ustedes harían bien en sospechar de la solidez intelectual de las personas supuestamente probas que nos sentamos aquí a emitir opinión, elegí hablar de un puñado de las muchas mentiras que ofrece el periodismo latinoamericano. Primero, de la que encierran estos párrafos: la superstición de que sólo se puede ser periodista estudiando la carrera en una universidad. Después, de la paradoja del supuesto auge de la crónica latinoamericana unida a la idea, aceptada como cierta, de que los lectores ya no leen. Y por último, más que una mentira, un estado de cosas: ¿por qué quienes escribimos crónicas elegimos, de todo el espectro posible, casi exclusivamente las que tienen como protagonistas a niños desnutridos con moscas en los ojos, y despreciamos aquellas con final feliz o las que involucran a mundos de clases más altas? Ejerzo el periodismo desde 1992, año en que conseguí mi primer empleo como redactora en la revista Página/30, una publicación mensual del periódico argentino Página/12. Yo era una joven egresada de una facultad de no diremos qué, escritora compulsiva de ficción, cuando pasé por ese periódico donde no conocía a nadie y dejé, en recepción, un cuento corto para ver si podían publicarlo en un suplemento en el que solían aparecer relatos de lectores tan ignotos como yo. Cuatro días después mi cuento aparecía publicado, pero no en ese suplemento de ignotos sino en la contratapa del periódico, un sitio donde firmaban Juan Gelman, Osvaldo Soriano, Rodrigo Fresán, Juan Forn y el mismo director del diario, Jorge Lanata: el hombre que había leído mi cuento, le había gustado y había decidido publicarlo ahí. Yo no sabía quién era él, y él no sabía quién era yo. Pero hizo lo que los editores suelen hacer: leyó, le gustó, publicó. Seis meses después me ofreció un puesto de redactora en la revista Página/30. Y así fue como empecé a ser periodista.El mismo día de mi desembarco, el editor de la revista me encargó una nota: una investigación de diez páginas sobre el caos del tránsito en la ciudad de Buenos Aires. Yo jamás había escrito un artículo pero había leído toneladas de periodismo y de literatura, y había estado haciendo un saqueo cabal de todo eso, preparándome para cuando llegara la ocasión. Me había educado devorando hasta los huesos suplementos culturales, cabalgando de entusiasmo entre páginas que me hablaban de rock, de mitología, de historia, de escritores suicidas, de poetas angustiadas, de la vida como nadador de Lord Byron, de los amish, de los swingers.

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